9 años de cárcel por 140 gr de marihuana

El joven, que está recluido en La Picota de Bogotá, padece tres enfermedades que requieren una atención especial que no se cumple en el centro carcelario.

El jueves la vicepresidencia de la República, en cabeza de Angelino Garzón realizó en un evento para tratar las condiciones carcelarias del país desde las voces de quienes estuvieron recluidos en los centros penitenciarios y de sus familiares.

bogotá

 

El evento contó con la participación del defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora; el viceministro de Política Criminal y Justicia, Miguel Samper y Juan Carlos Beltrán, miembro del Proyecto Inocencia de la Universidad Manuela Beltrán.
Allí, María Morales –el nombre ha sido cambiado por petición de la fuente– explicó que su hijo Diego lo condenaron a nueve años de cárcel por tener 140 gramos de marihuana en su mochila. Una sentencia que considera “demasiado alta” porque “le negaron todos los beneficios: pese a no tener antecedentes, el juzgado no evaluó que él nunca antes había tenido problemas judiciales. Es como si mi hijo fuera el mayor delincuente de los todos los delincuentes”, enfatiza María.
Precisamente, si se tiene en cuenta que en otros casos de afectación nacional la justicia colombiana ha sido más flexible. Por ejemplo, a Hipólito Moreno, el expresidente del Concejo de Bogotá, que participó en el carrusel de la contratación y se lucró con una parte del contrato de $67.000 millones para la prestación de servicios de ambulancias durante la alcaldía de Samuel Moreno, lo condenaron a 6 años de prisión.

Los cerebros del descalabro que sufrió la comisionista Interbolsa, procesados por tres delitos cada uno, no enfrentan penas mayores a los ocho años.
Por eso, Marisol Ariza, abogada de Proyecto Inocencia de la Universidad Manuela Beltrán –un equipo que se dedica a demostrar la inocencia de personas injustamente condenadas– expresó que “habría que revisar el expediente en detalle, pero con lo que comenta la señora es una pena excesiva”.

También explica que muchas de las condenas relacionadas con el porte de drogas dependen de la cantidad de los gramos que tenía la persona o de si se estaba traficando o no. “Cada caso es particular y entran a jugar muchos elementos de las circunstancias en que se encontraba la persona cuando fue sorprendida, por eso es importante conocer el expediente”, añade Ariza.
Al respecto, María contó que el 11 de agosto de 2010 Diego se encontraba en el campus de la Universidad Nacional en Bogotá, institución donde terminaba sus estudios profesionales, cuando dos guardias de seguridad insistieron en requisarlo. En ese momento encontraron la marihuana en su poder y procedieron a llamar a la Policía, que finalmente la decomisó.

Sin embargo, María cuenta que la bolsa donde estaban los gramos de marihuana “nunca fue sellada y se rompió la cadena de custodia”, permitiendo una posible manipulación de la evidencia, pues según ha manifestado Diego, él no tenía tanta cantidad en su poder.
La sentencia de Diego fue dictada el 20 de agosto de 2012. Sin embargo, por el descuido de su abogada sobre el proceso, nunca supo que estaba condenado. Se vino a enterar el 17 de julio de 2013 cuando intentó salir de la ciudad y en la terminal de transportes le informaron que tenía una orden de captura.

Desde ese momento empezó a purgar una pena en uno de los patios de la cárcel La Picota de Bogotá. Su madre insiste en que es una sentencia injusta: “Yo no digo que mi hijo es inocente, él cometió un error, pero tanto tiempo por una droga que no estaba comercializando es un despropósito”, expresa.
Para María ha sido un proceso “muy doloroso” porque “además de preguntarme en qué me equivoqué como mamá, Diego sufre de un síndrome de Sjögren más una artritis seronegativa y una vitritis bilateral, comprobada por historia clínica”. Tres enfermedades que le dificultan la digestión y la ingesta de comida, le producen dolor articular, úlceras y lesiones en la piel y le impiden ver bien.

Unos padecimientos que requieren una atención médica especializada que el centro penitenciario no le ha proveído, según su mamá.
“Yo alguna vez solicité una cita médica para Diego. No sólo tenía que pedirla y llevar la constancia a La Picota con casi 15 días de anticipación, sino que además debía estar sujeta al cronograma de traslados que el Inpec tiene y si hay gasolina para llevarlo”. Agrega que en la primera ocasión que intentó conseguirle un chequeo general a su hijo, un guardia le dijo “colabórame que yo te colaboro y la gasolina cuesta más o menos $400.000”.

Algo que, confiesa, la dejó sin palabras. Como se negó a participar en esta especie de soborno, Diego no ha recibido atención médica en seis meses, que es de cuando data la primera solicitud.
A María también le preocupa la situación económica por la que pasa, pues afirma que mantener a Diego en La Picota es un gasto mensual más grande que tenerlo en la universidad. Cualquier comodidad mínima en la cárcel tiene su precio. “En diciembre pudimos pagar por el derecho a dormir en el piso: $180.000 por poder dormir con otras tres personas en la misma celda de 2×2. Sólo ese mes le giramos alrededor de $600.000”.

Dinero que, como es evidente, no se consigna al Inpec sino a una cuenta particular de quienes manejan el negocio en las prisiones.
Por ahora María se preocupa por el bienestar de su hijo y el futuro que le espera. Sueña con que Diego pueda salir de 30 años “lo más pronto posible”, porque sabe que en la cárcel “esa tal resocialización no existe”.

Se pregunta, con un poco de tristeza “dónde está el estudio, dónde está el acceso a la cultura si cuando uno lleva un periódico se lo quitan y se lo botan. Una vez yo llevé la Bruja de Portobello y me dijo el funcionario del Inpec, no lo puede entrar porque eso es un libro de brujería”.
María se acostumbró a vivir con el miedo de su hijo. Sabe que las represalias existen y eso la lleva a no querer hablar, a pagar lo que le piden y a obedecer.

“Uno qué se va a quejar si hay retaliaciones, uno se tiene que quedar callado, sencillamente es eso”, confiesa. El domingo tendrá que volver a La Picota y tratar por todos los medios que los guardias del Inpec no la insulten a la entrada y no le boten la comida que lleva para Diego.

Fuente: El Espectador

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